viernes, 18 de agosto de 2006

Algo que tal vez continúe #5

Entró al bar con cara sofocada. Era guapa. Se acercó a mí. Era guapa. Se movía con gracia, provocando, encendiendo el deseo. Quiero pensar que llevaba pantalones vaqueros muy ajustados, una blusa amplia, abrochada de manera casi graciosa hasta el último botón. Perfecto para imaginaciones perversas, como las mías. «Desabróchame», me pide a gritos. Alguien se carcajea. ¿Soy yo? ¿Es mi imaginación? Creo que es el camarero.
La blusa era blanca. Siempre me gustó con esa ropa. Siempre la recordaré de esa manera. También era su blusa favorita. Era esa prenda que todos tenemos y que nos negamos a tirar. Esa prenda que se niega a desprenderse de la percha, que se niega a saltar al cubo de la basura o al tonel de reciclaje. Esa prenda a la que, no sabemos muy bien porqué, le atribuimos cualidades mágicas.
Yo tenía una cazadora negra. Era mágica. Tenía cierto brillo. Probablemente era de un material barato. Nunca he querido gastar dinero en ropa. Llámame rácano si quieres. Ella me llamaba tacaño. Me encantaba que lo hiciera. Se me quedaba mirando. Clavaba sus lindos ojos sobre los míos. Torcía los labios con una graciosa mueca. Alzaba las manos al cielo cual molino presto a atacar a Don Quijote. Preparaba, en definitiva, la puesta en escena de manera concienzuda. Ella sabía que yo era feliz. Entonces decía: “Eres un tacaño”. Sus labios. Esos labios que me insultaban se transformaban en fuente de deseo. De ellos partía un fuego del que tan solo yo en todo el universo iba a beber. Llámame egoísta. El amor es egoísmo. El amor es posesión. Si no estás poseído no amas. Si no eres víctima de la locura no amas. Para amar has de querer gritar. Para amar has de querer guardar silencio. Para amar. Para amar.
Mi cazadora negra. Comprada seguramente en unas rebajas. Con toda probabilidad fuera de temporada. A juego con unos zapatos igualmente desfasados. Pero eso le hacía reír. Ella era feliz. Yo era feliz. Nuestra hija era feliz. Cuando ella nació me puse la cazadora negra. Cogí en brazos a la pequeña Sara y creo que se rió. Igual que su madre. Ahora, mientras escribo esto, Sara juega en el jardín de la casa con otros niños de la casa. Ella tiene ahora cinco años. Me pregunto si recuerda a su madre.

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