domingo, 8 de octubre de 2006

Algo que tal vez continúe #18

El sábado por la tarde, tras una llamada para cancelar unos planes en los que no había puesto demasiada ilusión, se presentaba, una vez más, gris y aburrido. O tal vez no tanto. Al menos podría ponerme al día de la cantidad de libros atrasados que tengo. Libros de todos los tipos. Empezando por el Ulysses, de Joyce, el cual he empezado no sé cuántas veces; siguiendo por mitos clásicos; pasando por novelas de calidad ínfima; terminando por el que ahora llevo entre manos acerca de neurología y que, la verdad, se me hace difícil, aunque interesante. Así que de tal guisa se me planteaba la tarde. Una tarde quijotesca. Mi mundo y yo. Mis libros y yo. Yo. Yo. Yo. Sin ganas de pensar en ella, a pesar de lo cual le llamé y quedé con ella para el domingo siguiente. Ella. Ella. Ella. Siempre ella, quienquiera que sea. En estos pensamientos me hallaba, con un libro entre las manos, o tal vez con la guitarra, cuando el teléfono sonó. Lo tenía puestos en silencio, así que, si me enteré, fue por las interferencias causadas en la pantalla de mi televisor, que estaba puesto lanzando imágenes de un concierto de un grupo de amigos. Casualidad de las casualidades la llamada telefónica fue para invitarme a un concierto de, precisamente, esa misma banda. Mi buen amigo E. Otro más de la pandilla de “los músicos”. Otro más de los que, poco a poco, van cayendo en el saco de "es que me tengo que ir antes porque mi mujer…". A veces le envidio. A veces no. Ayer era uno de esos días en los que no sentí pelusa. Veía que yo podía hacer lo que me diera la gana con mi vida, que no tenía nadie en mi mente para que me dictara cómo proceder. Mentira. Mi mente estaba en ella. Aún con todo, entré en el juego de E. y estuvimos bailando toda la noche con un grupo de chicas. Incluso, siguiendo sus comentarios, me quité el anillo que llevaba en uno de los dedos de mi mano. "Las espantas con eso. Seguro que se creen que tienes a alguien esperándote en casa", me dijo E. Me lo quité. Así tendría un elemento menos contra el que luchar. Pero ella no se me iba de la cabeza. Ella. Ella. Ella. Una de las chicas parece que se acercaba demasiado. Me acerqué. Le seguí el juego. Ella. Ella. Ella. Ella. ¿Por qué seguía agobiado por ella si ni siquiera existía? ¿Por qué me echaba atrás por culpa de una idea acerca de alguien que ni siquiera existe? A ella, a Sara, la había conocido hacía muy poco, y todavía no sabía quién era. Sin embargo, algo en mi interior me lanzaba constantemente su imagen a mi cerebro. Los contoneos de esa mujer me estaban excitando. Buscaba entre la gente del local rostros a los que mirar, con la que mantener un vacile momentáneo de escasos segundos que reforzara mi deshecha autoestima. Examinaba todos y cada uno de los cuerpos que se balanceaban al ritmo de la música. Caderas, pechos, ojos claros, ojos oscuros, melenas, pelos cortos, cuerpos gordos, cuerpos delgados, contoneos imposibles reflejos de deseos incumplidos, imperfecciones camufladas por el olor del tabaco mezclado con sustancias prohibidas, complejos ocultos tras el muro de los decibelios apuntando directamente al bajo vientre. Destellos de vida en mentes destrozadas por un trabajo odioso. Destellos de gente deseosa de ser feliz, de mandar todo a la mierda, de matar a su jefe, de darle un corte de mangas en la cara. Destellos de gente con deseos eternos, con parejas equivocadas, con miradas analizando anatomías que nunca serán suyas. Destellos de pensamientos en torno a lo que pudo haber sido y nunca será. Aliento de alcohol, respiración de humo, besos urgentes, caricias robadas de camino a la barra, manos que se pierden por unos segundos en rincones inaccesibles, roces con más significado y poesía que la más bella obra de arte. Y ella en mi mente ante el espectáculo del deseo, de la represión liberada. ¿Por qué? ¿Qué hay en nuestra mente que nos hace actuar así? Ella. Ella. Ella.

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