sábado, 22 de julio de 2006

Luchando contra el calor

Hacía calor, pero era más fácil de soportar que el de esta tórrida ciudad en la que el destino me colocó hace ya algún que otro año. Cuando pienso en la relación entre la ciudad en la que los cabrones de los hados me ubicaron siempre invoco la imagen de un matrimonio de conveniencia: no se me dio opción. De esa manera, al igual que en tal institución, puede llegar un momento en el que acabes creyendo amar a la otra mitad. En mi caso, los dos elementos no concitan una unidad. Una de las dos partes está llena de punzantes aristas que se clavan de agresiva manera en la otra. Podría decir que, por ejemplo, el ardiente asfalto quema mis pies. No mentiría. Cabría igualmente la posibilidad de decir que cada rayo de sol es como un alfiler que se me clava debajo de las uñas. Podría seguir, pero no lo voy a hacer.
Sea como fuere, en aquella ciudad hacía calor. Había termómetros a 38 grados. Al menos me cabía el consuelo de pensar que al final de esa calle estaba el mar. Pero en eso quedó todo, en una falsa consolación, ya que nunca llegué a ver el Mediterráneo, a no ser que aquí aceptemos la visión fugaz, desde el asiento del copiloto de un coche, de un fondo azul lejano que, alguien me dijo, era el mar.
Sea como fuere, me resultaba más fácil de soportar el calor. Supongo que se debía, básicamente a la sonriente compañía. Se dedicó a hacer caricaturas de todos los ponentes, menos de mí. El lugar destinado a mi representación iba ocupado por palabras. Me hizo pensar en muchas cosas, pero sobre todo en imágenes agradables.
Lo único que puedo decir es gracias. Me hiciste soportar mejor el calor.

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