domingo, 10 de diciembre de 2006

Brief Encounter/Breve Encuentro

¿Obra maestra? Posiblemente. No me atrevo a caer en tales radicalismos, pero me temo que, si existe tal, la película de la que voy a hablar es una de ellas. Hoy me apetece comentar aspectos de Brief Encounter. La dirigió David Lean en 1945. Los dos principales actores son Celia Johnson (en el papel de Laura) y Trevor Howard (ídem de Dr. Alec Harvey). El autor del texto original es Noel Coward, algo que no hay que desestimar. De entre toda la sarta de comentarios posibles en torno a Coward quedémonos con que, para muchos, es «el creador del carácter británico del siglo XX». En él, eso dicen, se dan todas las características de «lo inglés». Estamos, por tanto, ante una película británica, rodada cuando la Guerra Mundial todavía estaba activa. Pero no vamos a entrar en detalles técnicos, disponibles en muchos otros sitios, como el siempre válido www.imdb.com.
La película, decía al principio, es para muchos una obra maestra. Me pregunto cuáles son los elementos que hacen de algo una obra maestra, una obra digna de pasar a formar parte del canon cultural (habría que hablar aquí también sobre qué es eso del canon cultural). Supongo que hay un punto de partida clave, y éste es que los personajes son seres cotidianos y normales. No hay nada especial en ellos. El doctor Harvey es un médico de cabecera que trabaja en un hospital. Está felizmente casado y se siente muy orgulloso de sus dos hijos. Más o menos lo mismo que Laura (nombre cargado de significados literarios en los que no merece la pena entrar), con la salvedad de que ésta es ama de casa.
Ambos son seres que, una vez a la semana, disponen de tiempo para ellos. Se transforman en afortunados dueños de sus existencias. Ella aprovecha y crea una rutina alternativa. Va al cine, de compras, a la biblioteca… Él hace prácticamente lo mismo. En definitiva, ambos son dueños de su tiempo. Pasan a ser seres solitarios, pero felices. El espectador recibe la impresión de que esos dos personajes son más felices en su soledad de un día a la semana que el resto de los días con sus familias.
Casualidad o no, coinciden en la cantina de una estación de ferrocarril. Un sitio mágico, trufado de túneles y pasadizos en los que el viento -a semejanza de los arbustos secos de las praderas en las películas del Oeste- arrastra papeles y desperdicios, de trenes que pasan a toda velocidad y en todas direcciones con multitud de destinos. Trenes que cortan la pantalla en dos y que dejan tras de sí un rastro de humo, ruido y temblores de tierra, como si quisieran dejar constancia de su existencia y su constante presencia. En la cantina se juntan una retahila de seres que no tienen cabida en otra parte, que viven allí cual enanitos del bosque en un cuento. Son personajes que resultan difíciles de imaginar en otra situación. Así como el doctor y Laura tienen otros escenarios donde llevar a cabo sus aventuras, los personajes de la cantina son inconcebibles fuera de ella. Son como seres legendarios que aparecen y desaparecen con las brumas de los trenes (una especie de Brigadoon). La cantina es, además, un lugar en el que el amor es un juego y hace sonreír. El espectador desea que Albert Godby y Myrtle Bagot nunca se comprometan y mantengan por siempre ese divertido coqueteo, con bizcochos tirados al suelo para evitar el acercamiento inclusive. Inolvidable el momento en el que Albert se comportan como un héroe y salva a su amada Myrtle de los dos clientes maleducados que quieren tomar alcohol a una hora prohibida.
Ese pequeño bosque shakesperiano es el punto de encuentro de Laura y Alec. Fuera de allí no están a gusto. En el cine la película resulta ser mala. En el restaurante son descubiertos por dos amigas de ella y tienen que, una vez más, escudarse en la mentira. Cuando al final deciden tener el encuentro en el apartamento del amigo, el asunto tampoco funciona. Ella debe salir de la casa por la puerta trasera, dejando tras de sí olvidada una prenda. El amigo, de malvada mueca, actúa como un grostesco amo del castillo disgustado porque sus súbditos no han hecho lo que él esperaba. El amigo actúa como la voz de la conciencia que dice que lo que Laura y Alec están haciendo no puede ser. El rostro del amigo es el rostro del Super-Ego, de la norma, de la costumbre, del Dios todopoderoso. Y mientras Alec recibe la reprimenda, casi silenciosa, de su amigo, Laura está en la calle, sola (ahora la soledad se transforma en algo horrible, en algo digno de temer) y empapada por la lluvia. Frente a la lluvia redentora de Singin' In The Rain o fecundadora de Breakfast At Tifffany’s, ahora el agua es castigo, es penitencia. De nuevo, una vez más los dioses son enemigos de la humanidad. Laura debe volver a su casa, debe volver al hogar.
De repente, la cantina, seguro lugar de escape, se torna escenario de tensión. Cuando Laura y Alec están despidiéndose, aparece un amiga de Laura. La hipocresía social corta de raíz la despedida. Algo que el espectador deseaba ver no tiene lugar. Así, no sólo se corta el deseo de los personajes. También se corta el de los espectadores.
Laura debe volver a casa, a tejer junto al fuego, cual Penélope, a rechazar a sus pretendientes, a escuchar a un nivel atronador, y así callar sus voces interiores, el segundo concierto de Rachmaninov, cuya presencia a lo largo de la película nos recuerda constantemente que estamos asistiendo a la narración de un hecho pasado y concluido. No hay que olvidar que el concierto de Rachmaninov es el presente, es la música que emana de la radio del hogar mientras ella mira atrás con lágrimas en los ojos. Cada vez que suena esa música es para recordarnos que lo que vale es lo que ocurre en el cuarto de estar, que la Laura que nos vamos a quedar es la Laura-Penélope, siempre esperando, siempre triste.
Sabíamos desde el principio que iba a ser así. Desde el mismo principio vemos la fría despedida (así lo es por culpa de la presencia de la molesta amiga de Laura) y sabemos qué va a ocurrir. Por si no estuviera claro, la película nos da pistas. Llevado al terreno simbólico, resulta más que llamativo la incapacidad de los dos personajes de cruzar el puente que surca el río, y que parece conducir a un bosque, al que acuden a fantasear. Da la impresión de que se nos estuviera diciendo que nunca van a entrar realmente en el mundo de la naturaleza, en el mundo de la pasión desbocada. Tal vez sea exagerado, tal vez no, pero ocurre igualmente que ninguno de los dos encuentra de su agrado la película que van a ver al cine, la cual va en torno a pasiones desenfrenadas, naturaleza primitiva y prehistórica…
Una muy buena película que daría pie a artículos más largos (y mejores) que éste. Se la recomiendo (por no decir obligo) a cualquiera que quiera saber un poco más sobre qué es eso llamado cine.

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